jueves, 4 de junio de 2015

Mi Genio

Lo di todo por perdido,
sin esperanza ni consuelo,
acabé del todo herido,
por una mujer de hielo.
Tal fue mi desazón,
que caminé sin destino,
oscurecido mi corazón,
al amparo del vino.
Me convertí en forajido,
mi techo fue el cielo,
por ser malquerido,
mi alma flagelo.
Y aprendida la lección,
quise acabar mi camino,
Me subí a un peñón,
Aquí mi vida termino.
Pero algo brilló en la arena,
y mi curiosidad salvó mi vida,
Una lámpara cambió la escena,
y en su interior una bella recluida.
-Has sufrido tormento cruel,
dijo la mujer poderosa,
-Ahora mejorará tu papel,
susurró tan dulce y hermosa.
Bajo la luz de la luna llena,
Comenzó una nueva partida,
Dejé atrás mi pena,
Mi genio de mí ahora cuida.
Jb Love

jueves, 7 de mayo de 2015

Wendy

¿Qué te aflige, Campanilla? ¿Qué recorre tu corazón y nubla tu sonrisa? Sabes que no te puedo amar, que soy un niño todavía, que tan sólo quiero jugar y bailar y cantar alegres melodías.
Me miras con tristeza y me dices que me esperarás, entre el sueño y la vigilia, donde los sueños puedo recordar y que me querrás. ¿Me querrás? 
Y entonces viene a mí su nombre y susurro "Wendy" sin mirarte. 
Si es de amor de lo que hablas, de eso yo no sé nada, pequeña amiga. Pero sí, he amado y es Wendy mi derrota. Ya, ya sé que me has encontrado observando en su ventana mientras duerme. Pero, ¿es eso amar? No, no, al menos no mientras no respire sus alientos y me acompañe a mi hogar.
¡Oh! No digas eso. Los niños perdidos la querrán, como yo la quiero. ¿Cómo no la van a querer? Sí, será esta noche cuando entraré.
No llores Campanilla, pues en mil juegos me has acompañado ya y ahora que un hombre puedo ser, ¿no me acompañarás una vez más? Tienes razón. Ser mayor es aburrido y no está en mi destino. Pero, mira, mírala. Es ella, la de la cama del fondo, la niña más bella del mundo, ¿no crees? Wendy, Wendy, Wendy. Voy a entrar Campanilla, ven conmigo, por favor. Necesito tus poderes y tu sonrisa para respirar.

martes, 10 de marzo de 2015

Leyendas

Como en la leyenda que nunca contamos, la de las muertes en nuestro condado, se disipó la niebla y se escuchó un grito, al ver la luna en lo más alto.
Y el grito se tornó en alarido y las pezuñas en la tierra rozaron, cuando la magia del lobo aparecía y el hombre en bestia se confundía.
Guarda en casa lo que más amas, vigila que tus hijos no salgan, cierra puertas y ventanas, o tú serás la siguiente.
Mas si por infortunio la bestia te cruzas, no corras pues en vano será, póstrate de rodillas y suplica clemencia y haz las paces con tu creador.

Aunque quizá la suerte te acompañe, si en tus ojos ve los de su amada, pues no hay bestia ni alma perdida, si recuerda que un día la amó.

Escritora de Sueños

Escribir, escribía,
Por mucho que me regañaban,
Pero de noche y de día,
Mis personajes me asaltaban.

Con una suave melodía,
Duendes y ninfas se amaban,
Puede ser que alguien se ría,
Pero, las sirenas me cantaban.

Centauros, ogros y dragones,
También tenían cabida,
Eran unos guasones,
Hacían más alegre mi vida.

Y así creé un mundo de fantasía,
Dando vida a mis personajes,
Estar con ellos prefería,
Y ellos me mandaban mensajes.

Escribía y tanto les quería,
Que una noche me secuestraron,
Usando una vieja brujería,
A su reino me llevaron.
Y ya no era niña, sino hada,
Hubo una fiesta que duró mil años,
De mi anterior vida no sabía nada,
Cada día fue mi cumpleaños.


Escribía y soñaba.

miércoles, 11 de febrero de 2015

Futuro con cuerpo de mujer

Fue un momento breve que cambiaría el día por completo, mi vida entera después. Las luces artificiales se disipaban y allí, en la cafetería donde tantas mañanas tomé café en solitario, donde escribía poemas en servilletas que no salían del lugar, donde un café era sólo un café, allí conocí mi futuro.
Futuro con cuerpo de mujer, una simple camarera dirás, la más bella de las mortales confesaré. Y ese café dio paso a una charla, bandeja en mano y sonrisa angelical, hasta que ya no supe si hablaba o soñaba, si había llegado esa madrugada al bar o había muerto atropellado y ahora en el cielo jugaba a estar vivo.
No hay peligro si sueño o muerto estoy, pensé y entonces, cuando me marchaba sin saber adonde debía ir, la sonreí y me respondió. Ya está, estoy muerto con certeza, pues eso nunca me había pasado con anterioridad, que la más bella de las mortales me regalara tal detalle.
Y entonces lo comprendí todo de repente, cuando los primeros rayos de sol dañaron mi piel y tuve que correr para ocultarme, pues, ¿qué vampiro resiste sus efectos sin ser destruido? Por eso no me tomé aquél café ni ningún otro que me sirvieran. Por eso había una nueva camarera, pues la anterior había muerto entre mis brazos con su sangre en mi boca. Todo encajaba, sin duda, salvo el amor que ahora sentía y que era, no obstante, mi perdición.

martes, 3 de febrero de 2015

UNA HABITACIÓN PARA LA ETERNIDAD de Javier Núñez

Un relato de Javier Núñez
       Correctora: Bea Magaña

Rafaela se encontraba sentada ante una pequeña mesa de madera ajada, llena de vetas y nudos oscuros, jugando una partida de solitario con una baraja española. Las cartas dispuestas sobre la superficie gastada estaban combadas y llenas de dobleces. Cogió una  del montón que sostenía boca abajo en la mano izquierda, le dio la vuelta y la examinó. Comprobó que se trataba del cuatro de espadas y la dispuso en la parte inferior de una de las hileras. Pese a moverse con gestos lentos y pesados, no necesitó detenerse a pensar dónde ponerla. Había jugado tantas veces aquellas partidas. Tantas miles de veces…
Alzó la vista y miró hacia el pequeño bulto que yacía tendido en la cama, inmóvil frente a ella. El armazón de esta era de un hierro tan deslustrado que ni siquiera la luz del sol que se colaba tímidamente por la ventana era capaz de arrancarle un destello. El hombre que se encontraba bajo las mantas estaba recostado sobre el lado izquierdo, de cara a la suerte de puerta de que disponía la habitación, y permanecía inmóvil durante tanto tiempo que podía inducir a pensar que estaba muerto. Solo que no era así. No allí. La realidad era que se hallaba tan débil que apenas era capaz de mover una ínfima parte de su propio peso.
Rafaela regresó a su partida de solitario. Al agachar la cabeza comprobó que, por sí misma, su mano derecha ya había comenzado a depositar una sota de bastos en la parte inferior de otra de las hileras. El resultado no era importante para ella. Le daba igual si completaba o no el solitario, pero la decisión de seguir jugando no le pertenecía. Continuaba haciéndolo porque no tenía alternativa. Arrojar las cartas contra el suelo y cruzarse de brazos no constituía una opción válida. Su margen de movimientos no podía ser más reducido. Con excepción de algunas pequeñas modificaciones conductuales sin importancia, todo escapaba a su control. Todo estaba escrito, y quien lo hizo había usado tinta indeleble. De la que perduraba en el tiempo, sin siquiera emborronarse.
El As de copas, la siguiente carta, no encajaba en ninguna de las siete hileras, así que la devolvió al montón y cogió otra. Jugó durante un rato más. Hasta que, poco a poco, el montón fue disminuyendo de grosor, y se quedó con menos de una docena de cartas en la mano. Colocó un tres de oros al final de la tercera hilera empezando por la izquierda antes de que la partida entrara en una fase de bloqueo insalvable y no le quedara más remedio que darla por finalizada. Las soltó boca arriba, sobre la mesa, y comenzó a recogerlas para empezar una nueva.
Aunque, en realidad, no tenía nada de nueva.
No necesitaba jugarla para saber que la próxima también la perdería. Pero, aun así, debía hacerlo. Debía jugarla. Como todas las anteriores, y como todas las que vendrían después.
Cuando volvió a quedarse bloqueada —esta vez con solo cuatro cartas en la mano—, retiró la silla de madera hacia atrás y se levantó. La anea entrelazada crujió cuando despegó el trasero del asiento. Se alisó la falda y se acercó al hueco abierto en la pared que hacía las veces de ventana. Al otro lado de los listones de madera que la delimitaban, el cielo era de un color gris ceniza a causa de las numerosas nubes que lo cubrían —incluso bajo ellos; como si la habitación flotara en el espacio—. A través de estas, el sol pugnaba por abrirse paso como un aguerrido soldado en medio del fragor de la batalla. Cuando lo lograba, sus rayos diluían la penumbra en que se hallaba sumida la habitación e iluminaban vagamente sus contornos. Al mismo tiempo, los rasgos de Rafaela mutaban y se transformaban en un cúmulo entremezclado de luces y sombras en su rostro surcado de arrugas.
La última vez que había examinado su reflejo en un espejo tenía el pelo entrecano, y sabía que eso no había cambiado. Ni ninguna otra de las características de su apariencia o condición física. Seguía teniendo una acentuada red de varices en las piernas, la verruga con forma de lágrima del párpado izquierdo, molestias en la parte baja de la espalda como resultado de toda una vida de duro trabajo. Porque en aquel sitio las cosas no variaban. No mejoraban ni empeoraban. Ya que allí el tiempo —y todo cuanto pudiera guardar relación con él— no ejercía la menor influencia. De hecho, literalmente, no existía.
Al cabo de un rato se volvió, atravesó la habitación y se detuvo ante la cabecera de la cama. La cabeza del hombre yacía apoyada sobre una fina almohada. Tenía los carnosos párpados caídos sobre los pómulos, el pelo corto, negro y despeinado, y una barba desaliñada que se amontaba en torno a sus mejillas y bajo su barbilla como un ovillo de lana después de que un niño hubiera estado jugando con él. Bajo esta se adivinaban con claridad unas mejillas hundidas, que hacían que los pómulos parecieran más prominentes y los ojos más hundidos en sus cuencas. Su nariz era ancha y estaba sepultada bajo un aluvión de venitas rotas: un rasgo muy común entre los alcohólicos.
Rafaela no tenía ni idea de cómo se llamaba. De igual manera que no sabía por qué compartía esa habitación con ella. Por su aspecto, daba la impresión de que había llevado una vida desordenada y poco saludable. Y el hecho de que hubiera terminado allí añadía un nuevo elemento a la ecuación: no había sido una buena persona. Como ella, al parecer. Por eso permanecían atrapados en una burbuja que no estallaba y que todo apuntaba a que nunca lo haría.
Sus intentos de entablar conversación con el hombre habían pinchado en hueso. Era consciente de la presencia de Rafaela, pero hablar resultaba ser una tarea demasiado ardua para él. Rafaela pensaba que, para terminar en ese estado, debía haber hecho mucho daño y dejado tras de sí mucho dolor durante el tiempo que su corazón había bombeado sangre a todos los rincones de su organismo.
El hecho de que no solo hubiera terminado allí, sino que su castigo fuese permanecer inconsciente la mayor parte del tiempo, le había encogido el alma. Pero eso solo había sucedido al principio. Los primeros días, por así decirlo. Luego había concluido que existían varios preceptos inviolables, cuyo quebrantamiento le hacían a uno acabar allí. Y que el hombre debía haberse llevado unos cuantos por delante, como un obstáculo en medio de las vías al paso de un tren de mercancías. Varios peldaños por encima de los que quiera que se le atribuyesen a ella, en todo caso.
El hombre sufrió el esperado ataque de tos y Rafaela lo recibió con tranquilidad, inclinándose sobre él y rodeándole el cuerpo con los brazos. Bajo los huesudos omóplatos, su piel estaba blanda y correosa, y despedía un tufo agrio semejante al de la leche de un brick olvidado en el fondo de la nevera, detrás de un bote extragrande de mostaza. Tiró de él y lo incorporó sin dificultad. La manta con que se cubría cayó sobre su regazo, dejando a la vista un torso descarnado que era poco más que pellejo, en el que destacaban dos gruesos pezones sonrosados rodeados de una mata de oscuro pelo largo y rizado.
Estuvo dándole palmaditas en la espalda, sin preocuparse por que le tosiera en la cara, hasta que se le pasó. Seguía resultándole tan desagradable como la primera vez, pero hacía mucho que había dejado de atender a remilgos. Cuando el cuerpo del hombre empezó a relajarse, Rafaela lo apartó de sí y lo recostó nuevamente sobre el colchón. Su boca abierta dejaba a la vista unos dientes amarillentos y picados, y un reguero de baba le rodeaba la boca y se le escurría por entre la barba. Boqueó varias veces, como un pez fuera del agua. Entonces, entreabrió los ojos y articuló un inaudible «gracias».
Rafaela no contestó. El simple hecho de que aquel hombre estuviera allí le despertaba un profundo sentimiento de animadversión.
¿Cuál era la historia de su vida? ¿Qué era aquello tan horrible que le había hecho terminar en ese lugar?
Aunque, si lo odiaba, ¿lo justo no sería que se odiara también a sí misma? No recordaba nada de su vida anterior. Todo su pasado se había borrado de su cabeza como una foto velada. Así que no podía saber qué acción o acciones la habían condenado a quedar atrapada en aquel sitio. Pero, en el fondo, eso era lo de menos. Un mero detalle sin importancia, porque recordarlo no cambiaría nada, partiendo de la base de que el pasado era inalterable.
El hombre había vuelto a dormirse, y Rafaela se giró hacia la puerta que tenía a su espalda. O la apariencia de puerta, más bien, puesto que carecía de picaporte, cerradura y bisagras. Al principio de estar allí —fuera cuando eso fuese— la había aporreado y pedido ayuda a gritos, pero nunca acudió nadie. Y era demasiado robusta para una mujer de sesenta y tres años con problemas de circulación en las piernas y artrosis en las articulaciones. No podría tirarla abajo ni aunque fuese de cartón prensado.
Fuera, el cielo seguía siendo de un gris plomizo, pero el sol había ido desplazándose hacia el oeste hasta desaparecer del campo de visión que le ofrecía la ventana, sumiendo a la habitación en una penumbra aún más intensa de lo que había habido hasta entonces. Volvió sobre sus pasos y encendió la pequeña lamparita metálica que había sobre la mesa. La bombilla de escasa potencia iluminó un círculo de unos tres metros de diámetro que confirió un aire ominoso a la habitación.
Cuando el hombre encamado sufrió un nuevo ataque de tos —la tos de un fumador de toda la vida—, Rafaela volvió a incorporarlo y lo mantuvo sentado hasta que se le pasó. Esta vez, el hombre no le dio las gracias. Quizá porque se había quedado definitivamente sin fuerzas. Al cabo, lo recostó con cuidado y lo arropó con la sábana hasta el pecho.
—No soy una mala persona —dijo, elevando una protesta a la habitación vacía de oyentes.
Cada vez que llegaba aquel momento exacto abría la boca y las palabras brotaban del fondo de su garganta, estranguladas por la angustia. No siempre decía lo mismo. A veces, la queja variaba. Solo que no sabía si estaba diciendo la verdad o únicamente algo que se empeñaba en creer. Muy probablemente lo segundo, habida cuenta de los resultados.
Regresó a la mesa de madera desnuda y cogió la baraja. Al principio pensaba que, al menos, su castigador había tenido la deferencia de concederle algo con lo que distraerse. Entonces, en cierto momento del ciclo, se le había ocurrido que los naipes eran el pretexto perfecto para todo lo contrario. Dado que allí no existía el tiempo, las partidas de solitario eran su referencia respecto a cómo este transcurría subrepticiamente, igual que un sosegado río subterráneo que discurriera bajo sus pies. A cómo avanzaba en una dirección para, de pronto, trazar un giro brusco y regresar al punto de partida, desde donde volver a empezar.
Mientras barajaba sentía los últimos rayos de luz en la espalda. Ya no calentaban, y apenas lucían. El día tocaba a su fin para dar paso a la oscuridad de la noche. La extraña sensación de no comer nada había quedado atrás en algún punto del camino. No tenía hambre ni sueño, porque allí no existían esas dos cosas. Siempre tenía el estómago satisfecho y el cerebro despierto. Como máquinas autosuficientes.
Cuando terminó de barajar dispuso siete cartas sobre la mesa y comenzó una nueva partida, pese a que aun antes de hacerlo ya sabía que iba a perderla. Y la racha se prolongaría durante cuatro partidas más. Otras siete y tendría que volver a levantarse para incorporar al hombre después de que este sufriera otro ataque de tos. Diecinueve antes de verse obligada a interrumpir el juego para hacerlo de nuevo. Veintiséis antes del que llegaría a continuación. En torno a ciento cuarenta antes de que el sol volviera a despuntar por el horizonte.
Entre tanto, la noche transcurriría silenciosamente a su espalda, salpicada de estrellas y con la luna desplazándose en el mar de brea en que se había convertido el cielo. Acabó la partida que estaba jugando y, con la mente en blanco, recogió las cartas y se puso a barajarlas mientras su mirada yacía perdida en un punto de la pared situado por encima de la cama del hombre al que le había sido encomendado cuidar.
Dispuso otras siete sobre la mesa y dio inicio a una nueva partida.
Había pensado mucho y detenidamente qué era aquel lugar antes de llegar a una conclusión. La detestaba, pero era la explicación más razonable de cuantas había valorado.
Estaba en lo que, en Occidente, se hacía llamar Infierno.
No había fuego ni olor a azufre por ninguna parte. Tampoco llantos desconsolados, gritos de dolor o súplicas, pidiendo misericordia. Nada de eso. Tan solo una habitación de la que no podía salir, con un hombre enfermo en una cama, unos naipes y una ventana que le mostraba el circuito cerrado de luz y oscuridad, de día y noche en que se hallaba atrapada.
Como una aguja de tocadiscos atascada en los primeros segundos de una canción, repitiendo la misma parte una y otra vez.
Repitiéndolos por toda la eternidad.
-FIN-

Gracias por leerlo. Espero que te haya gustado.
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lunes, 19 de enero de 2015

Con ayuda de la luna

Me embarqué en un velero,
Y fui en busca de mi amada,
Surqué el mundo entero,
Pero no encontré nada.

Una tormenta de verano,
Hizo mi barco naufragar,
Me voy sin pedir su mano,
¿Es un pecado amar?

Mas cuando pensé que moría,
La luna me dio cobijo:
"Sube antes de que llegue el día,
Navegaremos rápido", me dijo.

Me llevó hasta un puerto lejano,
Y allí la encontré dormida,
Si uno de sus besos gano,
Ya tendrá color mi vida.

Jb Love

viernes, 16 de enero de 2015

Tu sangre es mi destino

He cruzado los mares hasta encontrarte en esta era, cuando el flujo de tu sangre alteró mis sentidos. He caminado entre los vivos, como si fuera uno de ellos, he dado muerte y he dado vida, pero no he amado hasta este momento.
Y sé que tu corazón es de otro, de ese tal Jonathan Harker, por él he visto cuán glorioso es el amor, si es a Mina a quien se ama.
Y ya no tienes que fingir que me temes, pues he ahondado en tu corazón, no debes reprimir tus besos, pues este momento nos pertenece.
Sé mi princesa enamorada, ya no hay Drácula sin esposa, no tendrás rival en mi castillo, ni enfermedades que te consuman. Ahora ya eres mía, Mina Harker, no opongas resistencia, ahora eres mía, amada mía...y tu sangre es mi destino.

martes, 6 de enero de 2015

Locuras de año nuevo

Traté de describirte, igual que tantas otras veces, al amparo de una taza de café, a fin de entender el misterio de tus ojos. 
Traté de conocerte, si es que eso era posible, pues, ¿quién entiende el amor? Y, sin embargo, eso es lo que tú eres.
Conté los segundos que pasé a tu lado, apenas veinticinco y fueron un mundo de experiencias y sensaciones al límite. ¿Qué hay en tus ojos sino belleza y luz? Probé a vivir sin ti y morí mil veces en ese minuto. Traté de no mirar tu rincón en la cafetería, pero no pude y odié a cada una de las personas que ocuparon tu puesto esa mañana, la mañana que decidí decirte lo que sentía si es que el destino me permitía volver a verte. ¿Verte? ¿Hay algo que supere volver a verte? Recorrería caminando el mundo entero de un extremo al otro si supiera que al final te encontraría. Miento. Lo haría corriendo.
Pero no hizo falta tal locura, pues ahí estabas tú de nuevo, con un libro entre tus manos y tu sonrisa al pedir un café. Todas las cosas importantes me pasaron con un café como testigo, como cuando me senté en la mesa de al lado y te pregunté si te gustaba ese libro.
Has leído casi mil libros desde ese día, algunos eran míos y otros te los he regalado yo, pero ya no te pregunto si te gustan. Simplemente me besas.